domingo, 7 de febrero de 2016

Girar al Sol
“A todas aquellas personas que  frenan antes de llegar al borde del abismo pensando que pueden perder el último aliento de su vida…”

Hubo un día en que me preguntaste…qué piensas de mi y no supe que contestar. Hasta que la impotencia de no deber poseer lo que ansías te sacó de tus casillas y mostraste tu verdadero Yo. Una niña, que quedó anclada en la juventud más primaria, como las flores cuando crecen en primavera. Con su color más fuerte, llena de hojas esperanza, de eróticos movimientos al compás del viento, plena de vida, de elegancia, de poder, de tallo erguido, de fuerza, de valor, dieciséis años. Y maduró en cautividad, como lo hacen las sirenas en las piscifactorías o el lince en las tierras acotadas por el hombre, como  las ballenas en la Antártida con el pánico de ser alcanzadas por la punta afilada del arpón, felices en la normalidad de una infelicidad para otra parte del mundo, sin haber conocido más camino que el trazado por el azar, por el momento, porque así era la norma, lo establecido, lo soñado, lo correcto.

Te miré, pero no te vi, te sonreí, pero no te sentí, te deseé pero no te amé. Ahora miro el álbum de fotos y te veo en cada lugar  sin tan siquiera haberme percatado de tu silenciosa presencia. Sin darte a notar, a conocer, distante pero no indiferente a mis sentidos. Mi girasol entre amapolas, mi amarillo entre rojo, mi luz entre las nubes, mi brillo en medio de la pasión encendida de las flores del sueño, tú que siempre miras al este, fija, decidida, porque nunca le fallas y le giras, como a tus valores fijos y anclados desde la distancia de tu pubertad, como está estipulado, como nos han enseñado, como fuimos bendecidos. Obediente al Sol, a satisfacerle, a concederle tus inclinaciones a lo largo del día. Pero Dios creó la oscuridad y con ella la noche.  Y las amapolas merodean en la nocturnidad cual salvajes sin miedo pero aterradas a lo que pueda acontecer sin previo aviso, porque les encanta controlarlo todo. Ellas son consideradas malas hierbas, erguidas, egoístas, somnolientas, son droga, paranoia, magia, desdicha, locura, sinrazón…Y apareciste tú.

¿Cómo pudo aquel girasol quedarse sin cortar aquella cosecha? Por primera vez quedó intacto tras pasar el frío acero de la segadora y quedó junto a la amapola que decidió protegerlo el resto del invierno. Aunque él no podría imaginar que una flor tan frágil al tacto pudiera envolverlo de tanta fuerza.
Una noche el girasol le pidió a la amapola ser amigos, y ésta sin pensar, aceptó acogerlo en su vida, en la soledad que había quedado después de que el resto del cultivo quedase simplificado a semillas en los almacenes del campo, en lugares lúgubres donde eran despojados, él no se dejó. Al comienzo de su amistad no se entendieron, los dos tenían el mismo objetivo, embelesar al otro con sus cualidades, con superar las expectativas de su especie, aunque no lo mostraran, querían quedar uno por encima del otro defendiendo su causa; venían de mundos totalmente diferentes. El girasol debía estar ahí porque así estaba previsto, la amapola nació al azar, salteada entre los cultivos, sin pedir permiso de residencia y eso en convivencia se llama proceso de adaptación.
Una lucha  poco inteligente, que solo les robó fuerzas y energías, que les quitó tiempo de conocerse, de reír, de sentirse pero que era lo mejor para esconder lo que verdaderamente sentían el uno por el otro. De todas formas, era una locura ir de la mano de una amapola, pensaba el girasol. Y quizá el error fue decidir por ella y no por él mismo, al girasol le encantaba controlarlo todo.

La amapola se acostumbró tanto a su presencia que cuando el girasol se inclinaba en la nocturnidad, ella deambulaba despierta soñando con hacerle el amor. A veces intentaba luchar contra el sueño para permanecer despierta hasta el alba y así poder contemplar su despertar mirando con el verde de sus ojos al sol. Se volvió loca. Lo veía acariciando sus pétalos desnudos en la humedad que traía el atardecer, tiñéndola con su polen amarillo hasta lo más adentro de su ser. Lo sentía, tanto, que se mojaba sola por el éxtasis que le producía imaginarlo y simulaba campos de rocío a las claras del día. Lo poseyó en sus sueños más recónditos, le hizo el amor tantas veces que le contagió de locura, de sueños, de ilusiones…y fue tan intenso lo que el girasol llegó a sentir por la amapola, que por mantener su estatus en el campo cargó contra ella la ira que le producía el pecado que significaba en su especie tenerla para sí. No podía ser, se repetía. No puedo amar a alguien que no sea como yo, así que se entretuvo en sacarle fallos que ni él era capaz de creer que tenía. Hasta que un día le hizo daño, por el simple hecho de apartarla de su lado, por cobarde, por no querer vivir el momento que la vida le brindaba, por miedo a perder la cordura que le habían otorgado los años...


Las amapolas no perecen en invierno, ni siquiera se sabe a ciencia cierta si llegan a morir o no, pero vuelven a nacer en el mismo sitio del que desaparecen. Los girasoles son sembrados, crecen si el hombre acierta en el intento de dejar caer la semilla en el mismo lugar donde vieron el sol con anterioridad. Simplemente esta historia fue una casualidad, de esas que no vuelen a pasar, que un girasol amase a una amapola y que una amapola soñase con tener en sus brazos un girasol aunque fuera un instante, es sencillamente cosa de locos…aunque creo haberlo leído en alguna parte…