“A todos aquellos que
me animáis a seguir escribiendo para que nuestras historias, nos sigan
ayudando, porque de cada una continuaremos extrayendo un nuevo aprendizaje”
Disculpa - ¿Sabes si hay
servicios aquí? Llevo dos horas casi y no puedo aguantar. Me preguntó aquel
hombre de unos cincuenta años aproximadamente. – Pues sí, tiene usted que subir
esas escaleras y la puerta de la izquierda. – Gracias.
Y se levantó de aquel habitáculo
cálido donde todos sentados o de pie mirábamos aquel televisor, con la vista
clavada en las iniciales de nombres y apellidos completos que iban pasando
avisando con un molesto pitido. El agua casi comenzaba a golpear las amplias
cristaleras cubiertas por el vaho, dejando solo vislumbrar el baile cada vez
más descompasado de las hojas de los nuevos árboles. Manos encalladas de los
trabajos en el campo, dedos de profesor, varices que serpenteaban las piernas
jóvenes de aquella mujer, seguro que fue limpiadora, o dependienta, solicitudes
de muchos colores: amarillas, marrones, rojas, estudiantes, becas, luces de
esperanza en definitiva entre suspiros y consultas al reloj.
Y volvió a sentarse a mi lado –
¡Qué injusto! Me dijo. ¿Por qué yo tengo que subir escalones para ir a un aseo
en un sitio público y a mí me obligan a derribar el cuarto de baño de mi bar
para habilitarlo a uso para minusválidos? ¿Sabes? A mi padre le costó treinta
mil euros la reforma y fíjate qué faena. – Tiene usted razón- le dije- esto es
España.
Hoy era de esos días en los que
no me apetecía charlar demasiado, de esos momentos en los que te enfrascas en
tus pensamientos y no quieres que nadie te saque de ellos. Pero él insistió. -
¿Estás en paro?- si, por desgracia, como todos ya. ¿Y qué edad tienes?- treinta
y uno, ¿por qué? Le pregunté intrigada por la forma en que se había fijado en
mí. – Porque sabía que eras igual que mi hija, ha muerto hace cuatro días. -
¿Qué le ha pasado? – un cáncer en el páncreas, con treinta y dos años, el peor,
porque no hay solución posible. En ese instante el ensordecedor sonido de la
pantalla marcó en negro las letras A. Eslava Martínez invitándome a dirigirme a
la mesa 11. No esperan, te dan menos de un minuto para presentarte, sino pasan
al siguiente usuario. Dejé mi sitio, y salí apresurada intentando orientarme
para saber donde tenía que ir. Y al abrir la pesada puerta de aluminio, volví
mis pasos atrás, le miré y le dije: oiga, le deseo mucha suerte y que el ánimo
no le abandone nunca. Y le dediqué una sonrisa.
Dos pequeños tramos de escalones
grises y a la derecha la mesa 11. Allí estaba el funcionario que le tocaba
darme la resolución a una duda que venía acechando mi cabeza con tantas
noticias y rumores sobre los recortes a los jóvenes desempleados. Una cara
pálida, cansada, buscaba mis datos en el ordenador mientras yo le insistía en
que lo traía todo preparado: mis fotocopias hechas, mi documentación en regla,
la tarjeta de demanda de empleo, la solicitud firmada y rellena. No echaba
cuenta a mis palabras, él seguía mirando aquellos números de la interminable base
de datos donde dejamos de ser nosotros para ser una cifra más… -No tiene usted
derecho a nada después de los últimos cambios del Gobierno. Y se hizo el
silencio entre los dos mientras nos mirábamos fijamente sin decir nada. Dos
lágrimas estaban a punto de derramarse desde lo más hondo de mi alma impulsadas
por la rabia y la impotencia que produce la Injusticia. - ¿no hay nada qué
hacer?
¿No puedo dirigirme a algún sitio
a poner una reclamación? ¿Pero por qué? Preguntas desordenadas desde la
desesperación que hacían que me sintiera más ridícula y pequeña a la vez. Él me
miró y añadió. – Porque simplemente no cumple los nuevos requisitos para que se
le conceda ninguna ayuda y no, no puedes
ir a ningún otro sitio ni siquiera para protestar. El ordenador lo dice claro.
NO. - ¿podría informarme sobre los trabajos en Francia u Holanda por favor? No
atinaba a hablar de forma correcta, ni siquiera sé por qué le hice esa
pregunta, quizá no podía más, la última bocanada de oxígeno estaba en aquella
caja cuadrada y se esfumó.
En volandas, desorientada, entré
en aquellos aseos, ninguno tenía papel. Todos habíamos llorado esta mañana y se
agotó, cada uno por un motivo. O quizá aun no había pasado la mujer de la
limpieza, o tal vez a ella también le habrán reducido la jornada. Me miré en el
espejo, incrédula, saqué el móvil y puse un mensaje a una persona que creía que
inmediatamente me contactaría. Son las once y media de la noche y aun no se ha
dado cuenta de que encerraba una llamada de socorro. Cada uno tiene su vida. Así
que recordé al hombre de la sala de espera, y decidí intentar sonreír mientras
caminaba hasta casa. Qué diluvio…podía llevarme el temporal, pensé, y me senté
en la cama a escuchar como el viento y el agua golpeaban mi ventana como si
fuera a abrirse de un momento a otro.
Dormí durante horas, miré a
través de la puerta de cristal de la terraza y el sol se había abierto paso
entre las nubes. Fui a ver a mis sobrinos. Allí estaban tres de cuatro, Carlos,
María y Rocío y les propuse jugar a las fiestas. Imaginamos que hoy era un día
de cumpleaños y llenamos la cocina de galletas, chocolate y caramelos de la
cabalgata de reyes ya pegajosos. Buscamos velas grandes de la abuela, de esas
que ella utiliza cuando se va la luz en casa en las noches de tormentas. La
encendimos y apagamos mil veces mientras cantábamos y dábamos palmas, las
disfracé con los trajes de flamenca que no dejaban siquiera ver sus
piececillos, me pintaron los labios, se me subieron a las piernas, pronunciaron
mi nombre hasta que acabaron exhaustas, inventamos canciones y nos abrazamos
para despedirnos. Tata Amanda, hasta mañana…
Solté adrenalina durante una
hora, solo me apetecía correr, correr, correr…mientras escuchaba una popular
cadena de radio. Y en el último kilómetro sonó esa que dice “Hay que seguir
adelante, a volver a remangarse y a tirar como se puede, nadie me enseñó el
camino entre tanto desatino…nunca se me dio bien remontar cuando todo sale mal.
Prefiero caer luchando siendo valiente.”
Carpe Diem… 22/01/2013