miércoles, 5 de diciembre de 2012

Que no me llame...


“A todos aquellos que son capaces de decir NO a la humillación  de su dignidad, porque es lo único que tenemos”.

Las lágrimas se confundían con las primeras lluvias de aquella mañana por Sierpes saliendo de la clínica, es increíble como la mente puede jugarte malas pasadas en temas de salud. <Usted no tiene absolutamente nada, relájese e intente tomarse la vida con más positividad>. Después de estas palabras uno se siente un poco imbécil, así que me subí al tranvía lo más rápida que pude para desaparecer de un mal comienzo de día. Pero parece que la vida se empeña en no dejar que bajes la guardia y curiosamente mi móvil sonó. Era el director de una empresa donde hacía dos semanas había enviado mi curriculum vitae. Y viendo un atisbo de esperanza, me tranquilicé, establecimos una cita para conocernos y cogí un autobús para pasar el resto del día junto al mar y la familia. No dejes para mañana lo que quieras hacer hoy y haz que cada día sea diferente se habían convertido en mis banderas en estos últimos meses.

Dormí tranquila aquella noche, una con la edad ya no se sobresalta por una entrevista de trabajo, siempre me ha dado buenos resultados ser una misma y hablar a la cara con las personas de la manera más transparente posible. Pero sentí que no debía acudir a aquel encuentro, ¿presentimiento? No lo tengo claro pero tuve que esforzarme por lo de siempre: tienes que frenar la prestación por desempleo, cotizar, conocer gente, adquirir experiencia, porque claro, nunca se sabe. ¿Os suena? Si, las palabras y consejos que nos dan algunas personas desde la comodidad de su situación laboral, que son buenas opciones pero metidos en el pellejo de alguien que está en plena encrucijada por encontrar empleo, no suena tan melódico a estas alturas.
Y no me equivoqué. Después de que esa persona no se dignó a bajar de la sexta planta de su oficina para indicarme el lugar exacto donde tenía que acceder dentro de aquel edificio hermético y hortera, ni siquiera a asomarse por la ventana y señalarme el punto exacto a donde tenía que dirigirme, los bellos se me pusieron como escarpias.

Llamé a la puerta y abrí ante la pasividad de “su majestad” que no se levantó para recibir a una mujer  como Dios manda. Molestaba de lo guapo que era, de lo exquisito, de lo perfecto, pertenecía a una elite social que da sencillamente, pena. Enfrascado el pelo en fijador, tez morena de rayos cancerígenos, labios gruesos de textura artificial, polo de cuello vuelto Ralph Lauren, creo, porque no entiendo de marcas pero él no llevaba cualquiera, aires de grandeza y un olor a limpio que traspasaba toda la oficina. Ahí, postrado en su sillón, hacia detrás, cómodo, tranquilo, autoritario, sin dejarte hablar, explicando todo lo que “exigía” para el empleo que ofertaba. Y mientras yo pensando, ¿llegará mi turno de palabra? Pero no, no tuvo lugar, un monólogo de veintiocho minutos dictando normas a cumplir y objetivos que alcanzar, mirándome fijamente a los ojos mientras yo asentía, ¿qué otra cosa podía hacer si no me dejaba articular palabra?. Cuando termina su sermón añade: <y no digas sí con la cabeza porque todas asentís y he tenido que echar a dos>. Solo atendí a reírme, como hago ahora recordándolo, y sentí pena de él por ser tan pobre de espíritu y tan carente de valores. También me miré a mí, aun ni me había quitado el abrigo después de llevar una camiseta preciosa de miles de colores que simulaban el arco iris y con muchos animales, y que desde luego contrastaba con la frialdad de aquel hombre y su habitáculo.

En resumidas cuentas quería una esclava que por quinientos euros le devolviera la época de esplendor a la empresa, que fuera brillante, que tuviera muchos clientes, que ostentase buena imagen física, pero sobre todo seria, muy seria en el trabajo. Yo no dejaba de sonreír y tenía pinta de seguir molestándole. El no creía en la crisis, en los malos tiempos, en que cualquiera no puede invertir en lujos, solo pensaba que había tenido mala suerte contratando mujeres  y que aun no había encontrado ninguna que fuera extraordinaria. ¿Qué triste, verdad? Y una asistiendo a conferencias por los derechos y la igualdad, madre mía.

No pude hablar, no me hacía preguntas, no quería tan siquiera escuchar mi voz, pero mi cara me delataba. Solo entre sus frases pude colar mi opinión: mire, soy licenciada, con dos especialidades universitarias, he llegado a ganar el triple de lo que me ofrece  y he estado seis meses en el extranjero ganándome la vida y es una pena que nuestro país nos lleve a jóvenes tan formados a acabar en una empresa como la suya y encima de todo sin poder esbozar una sonrisa. Jamás he trabajado seria en ninguna parte, discúlpeme pero no sé hacerlo. Espero que le vaya bien y tenga suerte. A él no le afectó mi respuesta, me despidió diciéndome que la suerte la tenía que tener yo, puesto que la lista de mujeres para ser entrevistadas era larga. Y alguien ocupará ese puesto sin rechistar, y la esclavitud jamás será abolida en este mundo capitalista que nos está llevando de nuevo a tiempos remotos, pues aun hay personas que dejan pisotear su dignidad y personas como él que nacieron sin humanidad.

Bajé rápida  las escaleras y al salir, el sol me acarició la cara, me sentí libre y llena de vida. Me quité la chaqueta dejando ver los colores vivos de aquel tejido que irradiaba energía. Comí pan con aceite charlando con una buena amiga y llegué a casa más satisfecha que nunca, con la sensación de no sucumbir a los encantos de un galán de portada de revista, con retoques de  photo shop en su alma, sin más riqueza que los miles de euros con que alimenta las entidades que nos están matando de hambre y que nos quitan las casas al pueblo llano, porque esta sociedad está de nuevo dividida y yo pertenezco al último escalón que depende como lo mires, porque si hablamos de tabla de valores, estoy en la cima.



Carpe Diem